lunes, 29 de agosto de 2011

El gato


Absorto, perdido en la lectura de uno de esos libros que los entendidos recomiendan, mataba cada segundo de aquella noche de insomnio.

En torno a las luces fluorescentes del metálico porche que me cubría del relente orbitaban infinidad de insectos de mil formas, tamaños y colores distintos. En los giros y piruetas de sus torpes aleteos, producían un incesante golpetear contra el techo y las propias luces. En el suelo, alguna que otra hormiga, patrullaba incansable a la espera de que algún insecto volador (más torpe de la cuenta) cayese de un fuerte golpe o achicharrado por desventura del destino o infortunio de la vida. A lo lejos, la más que típica orquesta veraniega de grillos hacía acto de presencia con su repertorio musical. Algo más lejos se podía escuchar el tímido coqueteo de una rana.

Poco más podría decir de lo que a simple vista me rodeaba aquella noche. Buceaba inmerso en mares de letras, imaginaba los escenarios narrados, me ponía en el lugar del personaje, intentaba comprender el sentido de sus palabras, intentaba ver con los ojos de su creador, de su autor… De pronto un movimiento de un bulto negro, divisado por el rabillo de mi ojo derecho, me alertó de la presencia de una compañía algo más grande que mi amiga la hormiga de patrulla o sus candidatos a tentempié nocturno.

Cuando giré la cabeza para observar aquella mancha, se detuvo al instante para mirarme recíprocamente también a mí. Un gato negro con manchas marrones oscuras, bastante delgado y pequeño, me observaba impertérrito, medio achancado, aparentemente con miedo, pero impasible. Sus oscuros y brillantes ojos me sostenían la mirada. Su mirada se posaba en mi rostro fijamente. Ninguno de los dos gesticulaba, ninguno se movía, solo nos mirábamos, nos analizábamos, nos retábamos. Era eso, un reto. Seguro que él también lo veía como un reto. ¿Quién retiraría antes la mirada? ¿Alguno de los dos huiría? No sabía cuanto tiempo llevábamos ya así, ninguno de los dos rehuía al contrario. Por un momento llegué a pensar que quizá permaneceríamos así toda la vida, que nuestras miradas quedarían en un reto eterno a lo largo del tiempo, que nunca ninguno reaccionaría. De pronto volví en mí: “¿A qué juegas?” Pensé. Es un simple gato, dando un simple paseo nocturno, posiblemente un gato abandonado que malvive como puede,  y tu mirada y tú, os habéis cruzado con él. No es un reto, es miedo. Es eso, miedo. Lo que lo mantenía helado en el sitio era miedo, miedo a mi. ¿Pero por qué? Porque no me conoce supongo, o porque desde que nació nadie le hablo de las personas. Por eso me teme, porque nunca le han hablado de mi. Posiblemente cuando se vaya nunca más vuelvas a verlo, porque se irá y  no habrá ni mirada eterna, ni mucho menos reto (porque nunca lo hubo), ni tampoco miedo.

Me decidí a levantarme de mi poco robusta silla y miré como el pequeño felino retrocedió un paso atrás. Nos separaba tan solo una distancia de un par de metros. Cuando di un paso el gato retrocedió, hasta volver a la oscuridad nocturna, desde la que hace unos minutos llegó. Aun no se había ido, sabía que estaba allí. Justo en el límite donde la luz artificial y la masa oscura de la noche desconocida pugnan por hacerse con la frontera, podía diferenciar aquellas dos pequeñas esferas brillantes observándome con detenimiento. Segundos después desaparecieron.


No hay comentarios: