Aun
recuerdo las magníficas historias de mi tío cuando se sentaba al atardecer en
el porche de su casa. Sí, suena a tópico, pero es como ocurría. Hoy recuerdo
una en especial… De aquella tarde, a parte de la historia, solo recuerdo que
estaba mirando la acera de en frente de casa y él se sentó al lado mía. Justo
entonces pasó por delante nuestra Carolina. Tuvo que ser muy sonado y emotivo
mi suspiro, ya que mi tío me contó una historia que hasta bastantes años
después no comprendí.
-¿Sabes,
Juan? –Me dijo sonriente-. No me había dado cuenta. Te has hecho ya un
hombrecito. Es realmente increíble… Creo, creo que te voy a contar una
historia. Quizás no la entiendas hoy, pero estoy seguro de que algún día te
ayudará.
Yo me quedé atónito, como en fuera de juego, sin saber muy bien qué ocurría. Tras apurar lo que le quedaba de café en la taza que sostenía mi tío, me empezó a contar.
Resulta que había una vez un
modesto hombre, que vivía una vida normal, con altibajos, como todo el mundo, y
que vivía en una casa normal, ni muy grande ni muy chica. Su perro, al igual
que su gato, tampoco es que fueran muy lumbreras. Tampoco tenía el mejor de los
trabajos, telegrafista. Era lo que yo denomino, una persona gris, una persona con una vida
apática. No sé… ¿Cómo te lo podría
explicar? ¡Sí! A ver, el señor Hartzenbusch era una persona que no tuvo nunca
suficientes motivos para llorar, pero tampoco para reír o ser feliz. Su
radiografía emocional era transparente.
Un día el señor Hartzenbusch
caminaba por la calle distraído, ignorante de lo que estaba a punto de
acontecerle. Siempre caminaba mirando al suelo. Justo estando andando así se
percató de algo. En el suelo, tirado, había un bulbo de una planta.
A alguien se le debió caer, pero ya no era de esa persona que lo perdió. Ahora era del señor
Hartzenbusch. Intrigado por saber qué tipo de planta sería lo llevo a su casa y
lo sembró en un gris tiesto que tenía, en el que hasta aquel momento solo había
sembrado perejil.
El señor Hartzenbusch esperó. Todas
las mañanas regaba la maceta impaciente. Estaba preocupado por la salud de su
bulbo. ¿Sería suficiente agua? ¿Sería demasiada agua? Si bajasen demasiado las
temperaturas de noche, ¿se podría quemar del frío? A veces se quedaba absorto
mirando la tierra bajo la que se encontraba la futura planta, hasta que un día
un brote verde surgió de la tierra. En la cara de nuestro protagonista se
plasmó una sonrisa enorme. “¡Al fin!” pensó. Su vida dejó de ser gris y se tiñó
de verde. Deseaba regresar del trabajo y ver cuantos milímetros había crecido
su planta ese día. El aseguraba que podía distinguir cuanto había crecido de un
día para otro. Con sumo cuidado la acariciaba, la regaba, la fertilizaba y la
vigilaba.
Un día, al volver del trabajo, vio
asomar un pequeño capullito. Por día que pasaba este se hizo más grande. ¿Y
sabes qué? Era un precioso tulipán. Un maravilloso tulipán naranja oscuro de
bordes amarillos. Estaba asombrado con su creación. Su esfuerzo, su dedicación,
su entrega y su devoción habían engendrado una maravillosa obra de arte que
ahora era suya y teñía su vida de forma policromática.
Un día se despertó y como todas las
mañanas fue a ver a su tulipán. Para su sorpresa, un par de abejas revoloteaban
a su alrededor. Esto le enfureció. ¡¿Qué hacen estas abejas mancillando mi
tulipán?! Entonces decidió cubrirlo con una especie malla verde, de
forma que ningún insectucho pudiese llegar hasta a su amado tulipán.
Pero claro, resulta que el tiesto
en el que lo había plantado estaba en el poyete de su ventana, que daba
directamente a la calle. La gente al pasar y ver al tulipán se quedaba mirando
la belleza de la flor. Y es que era una flor realmente increíble. Los niños se
lo señalaban a sus madres con el dedo moviendo la malla que protegía la flor. Al
señor Hartzenbusch toda esta admiración y manuseo no le gustaron en absoluto.
¿Y si alguien quedaba encandilado por su flor y decidía llevársela?
Decidió trasplantar su tulipán a
una pequeña maceta que puso en el interior de su salón, en un lugar donde
quedase lejos de la codicia ajena. Ahora era totalmente suya, ahora no corría
peligro, ahora solo él era su único admirador, dueño y poseedor. Pero entonces
se percató de una cosa… Alguien más podía admirarla. Alguien más era capaz de
colarse hasta su salón, traspasar la malla protectora y acariciar
su tulipán. El sol. Realmente ya se había vuelto rematadamente loco. Se
enfureció. Cerró las ventanas, corrió las cortinas y quedó satisfecho con su
victoria.
No pasó mucho tiempo hasta que el
tulipán murió. El señor Hartzenbusch se volvió a encontrar con nada, que es lo
que siempre había tenido, y su vida volvió a ser gris.
Mi
tío suspiro y se quedó en silencio.
-No
lo entiendo, tío. ¿Qué quiere decir tu historia?
-Que
las plantas necesitan sol para vivir.
-¿Solo
eso? Quiero decir, ¿no significa nada más?
Entonces
recuerdo que se quedó pensando, me miró y me dijo:
-Vigila
siempre tu carácter y tu forma de amar a tu alrededor. No destroces con mano
egoísta, torpe e inconsciente lo que la fortuna te brindó, el tiempo y el
trabajo te entregaron y de lo que tu corazón se enamoró.