martes, 26 de marzo de 2013

III. De los principados mixtos.


 [...] Todo esto nos ha de hacer tener en cuenta que a los hombres se les ha de mimar o aplastar, pues se vengan de las ofensas ligeras, ya que de las graves no pueden: la afrenta que se hace a un hombre debe ser, por tanto, tal que no haya ocasión de temer su venganza.

De todo ello se extrae una regla general que nunca, o a lo sumo raramente, falla: quien propicia el poder de otro, labra su propia ruina, puesto que dicho poder lo construye o con la astucia o con la fuerza y tanto la una como la otra resultan sospechosas al que ha llegado a ser poderoso.

El príncipe
Nicolás Maquiavelo

domingo, 17 de marzo de 2013

Florece tu sonrisa

Un símbolo en tu rostro florece
cuando en tus labios asoma una sonrisa,
que risueña, hace soñar donde pisa,
y si cesa mi sonrisa perece.

martes, 12 de marzo de 2013

El tulipán


Aun recuerdo las magníficas historias de mi tío cuando se sentaba al atardecer en el porche de su casa. Sí, suena a tópico, pero es como ocurría. Hoy recuerdo una en especial… De aquella tarde, a parte de la historia, solo recuerdo que estaba mirando la acera de en frente de casa y él se sentó al lado mía. Justo entonces pasó por delante nuestra Carolina. Tuvo que ser muy sonado y emotivo mi suspiro, ya que mi tío me contó una historia que hasta bastantes años después no comprendí.

-¿Sabes, Juan? –Me dijo sonriente-. No me había dado cuenta. Te has hecho ya un hombrecito. Es realmente increíble… Creo, creo que te voy a contar una historia. Quizás no la entiendas hoy, pero estoy seguro de que algún día te ayudará.

Yo me quedé atónito, como en fuera de juego, sin saber muy bien qué ocurría. Tras apurar lo que le quedaba de café en la taza que sostenía mi tío, me empezó a contar.

Resulta que había una vez un modesto hombre, que vivía una vida normal, con altibajos, como todo el mundo, y que vivía en una casa normal, ni muy grande ni muy chica. Su perro, al igual que su gato, tampoco es que fueran muy lumbreras. Tampoco tenía el mejor de los trabajos, telegrafista. Era lo que yo denomino, una persona gris, una persona con una vida apática. No sé…  ¿Cómo te lo podría explicar? ¡Sí! A ver, el señor Hartzenbusch era una persona que no tuvo nunca suficientes motivos para llorar, pero tampoco para reír o ser feliz. Su radiografía emocional era transparente.

Un día el señor Hartzenbusch caminaba por la calle distraído, ignorante de lo que estaba a punto de acontecerle. Siempre caminaba mirando al suelo. Justo estando andando así se percató de algo. En el suelo, tirado, había un bulbo de una planta. A alguien se le debió caer, pero ya no era de esa persona que lo perdió. Ahora era del señor Hartzenbusch. Intrigado por saber qué tipo de planta sería lo llevo a su casa y lo sembró en un gris tiesto que tenía, en el que hasta aquel momento solo había sembrado perejil.

El señor Hartzenbusch esperó. Todas las mañanas regaba la maceta impaciente. Estaba preocupado por la salud de su bulbo. ¿Sería suficiente agua? ¿Sería demasiada agua? Si bajasen demasiado las temperaturas de noche, ¿se podría quemar del frío? A veces se quedaba absorto mirando la tierra bajo la que se encontraba la futura planta, hasta que un día un brote verde surgió de la tierra. En la cara de nuestro protagonista se plasmó una sonrisa enorme. “¡Al fin!” pensó. Su vida dejó de ser gris y se tiñó de verde. Deseaba regresar del trabajo y ver cuantos milímetros había crecido su planta ese día. El aseguraba que podía distinguir cuanto había crecido de un día para otro. Con sumo cuidado la acariciaba, la regaba, la fertilizaba y la vigilaba.

Un día, al volver del trabajo, vio asomar un pequeño capullito. Por día que pasaba este se hizo más grande. ¿Y sabes qué? Era un precioso tulipán. Un maravilloso tulipán naranja oscuro de bordes amarillos. Estaba asombrado con su creación. Su esfuerzo, su dedicación, su entrega y su devoción habían engendrado una maravillosa obra de arte que ahora era suya y teñía su vida de forma policromática.

Un día se despertó y como todas las mañanas fue a ver a su tulipán. Para su sorpresa, un par de abejas revoloteaban a su alrededor. Esto le enfureció. ¡¿Qué hacen estas abejas mancillando mi tulipán?! Entonces decidió cubrirlo con una especie malla verde, de forma que ningún insectucho pudiese llegar hasta a su amado tulipán.

Pero claro, resulta que el tiesto en el que lo había plantado estaba en el poyete de su ventana, que daba directamente a la calle. La gente al pasar y ver al tulipán se quedaba mirando la belleza de la flor. Y es que era una flor realmente increíble. Los niños se lo señalaban a sus madres con el dedo moviendo la malla que protegía la flor. Al señor Hartzenbusch toda esta admiración y manuseo no le gustaron en absoluto. ¿Y si alguien quedaba encandilado por su flor y decidía llevársela?

Decidió trasplantar su tulipán a una pequeña maceta que puso en el interior de su salón, en un lugar donde quedase lejos de la codicia ajena. Ahora era totalmente suya, ahora no corría peligro, ahora solo él era su único admirador, dueño y poseedor. Pero entonces se percató de una cosa… Alguien más podía admirarla. Alguien más era capaz de colarse hasta su salón, traspasar la malla protectora  y acariciar su tulipán. El sol. Realmente ya se había vuelto rematadamente loco. Se enfureció. Cerró las ventanas, corrió las cortinas y quedó satisfecho con su victoria.

No pasó mucho tiempo hasta que el tulipán murió. El señor Hartzenbusch se volvió a encontrar con nada, que es lo que siempre había tenido, y su vida volvió a ser gris.

Mi tío suspiro y se quedó en silencio.

-No lo entiendo, tío. ¿Qué quiere decir tu historia?

-Que las plantas necesitan sol para vivir.

-¿Solo eso? Quiero decir, ¿no significa nada más?

Entonces recuerdo que se quedó pensando, me miró y me dijo:

-Vigila siempre tu carácter y tu forma de amar a tu alrededor. No destroces con mano egoísta, torpe e inconsciente lo que la fortuna te brindó, el tiempo y el trabajo te entregaron y de lo que tu corazón se enamoró.